VÍCTOR PAZ OTERO
victorpazotero@hotmail.com
Se renueva el ciclo de la protesta social, una protesta que entre otras cosas, acaba siendo la síntesis acumulada de una frustración y de un fracaso que lleva más de doscientos años. Es decir el ciclo del bicentenario. El tiempo en que de forma inexplicable ha logrado sobrevivir nuestra enferma república y ese simulacro más que imperfecto y fallido que de manera acrítica y alegre nombramos como nuestra democracia.
¿Podría alguien con un mínimo de honestidad intelectual y con un mínimo de comprensión del significado de los hechos históricos y culturales, sostener que de verdad somos una república y que de verdad somos una democracia?
En el papel, en la secular mentira retorica con el cual siempre se ha narrado el acontecer de nuestra desquiciada historia, la respuesta oficial y acomodaticia también siempre resulta afirmativa. Pero apelando a los hechos concretos y reales, esa supuesta respuesta afirmativa queda convertida en una dolorosa y casi macaba mentira.
No es necesario, porque además es casi un imposible, reconstruir todos y cada uno de los elementos que sustentan y fundamentan la ausencia de una verdadera construcción de vida democrática entre los colombianos. Pero detengámonos solo por un momento en los fenómenos más evidentes y protuberantes que nos niegan la existencia de ese probable modo de un vivir democrático.
Aceptemos que la vigencia y la defensa de los derechos humanos sea el factor esencial que define y configura el alma misma de la vida democrática y que dentro de esos derechos, por supuesto, sea el derecho a la vida el que ocupe un sagrado lugar de privilegio. ¿Se cumple, se ha cumplido la vigencia de ese derecho en la sociedad colombiana durante el oscuro y asesino tiempo en el cual nos designamos como democracia?
En los doscientos años de vida republicana una violencia avasallante y despiadada ha sido la constante histórica que de manera transversal y sin tregua ninguna ha caracterizado nuestro traumático devenir histórico. Masacres, genocidios, exterminio sucesivos de hombres y de pueblos han estado siempre presentes en cada uno de nuestros ciclos históricos.
Nuestro siglo XXI, ese siglo que muchos evocan con una nostalgia bobalicona, como como un siglo épico y heroico donde se engendró nuestra enferma república, fue un siglo donde la muerte violenta nunca se dio una pequeña tregua. Contadas las guerras civiles, tanto las nacionales como las regionales que el él se escenificó, suman 32.El país lo poblaron los cadáveres.
Nos hemos matado con un fervor implacable y despiadado, por cualquier cosa. Los motivos aparentes de aquellas guerras, mirados desde la ventana del presente, se nos antojan anodinos y ridículos; moverían a risa si no fuese tan sacrílego reírse del espectáculo ignominioso que provocan las muertes inútiles de tantos seres inocentes.
El siglo XX ni siquiera nos permitió la pausa reflexiva para poder entender que pueden significar el valor de la vida o de la muerte. Son tantos los cadáveres que produce día por día nuestra historia que ya la muerte parece ser un tema que ya no afecta los significados de la vida.
Y así hemos entrado al muy cosmopolita y urbanizado siglo XXI acompañados por la misma sinfonía macabra, por la misma marcha triunfal de nuestra infamia. Por un instante se vislumbró un efímero instante de paz para cambiar una de nuestras tantas violencias homicidas, pero las fuerzas oscuras de la muerte le han dicho no a ese momento. Y de nuevo la callada y repugnante muerte está de visita en cada pueblo, en cada espacio de esta hermosa y floreciente democracia colombiana. ¿Sera que como lo expresaba en otros tiempos el poeta Valencia, tendremos que continuar diciendo bendita sea democracia aun cuando así nos mates?
victorpazotero@hotmail.com
Se renueva el ciclo de la protesta social, una protesta que entre otras cosas, acaba siendo la síntesis acumulada de una frustración y de un fracaso que lleva más de doscientos años. Es decir el ciclo del bicentenario. El tiempo en que de forma inexplicable ha logrado sobrevivir nuestra enferma república y ese simulacro más que imperfecto y fallido que de manera acrítica y alegre nombramos como nuestra democracia.
¿Podría alguien con un mínimo de honestidad intelectual y con un mínimo de comprensión del significado de los hechos históricos y culturales, sostener que de verdad somos una república y que de verdad somos una democracia?
En el papel, en la secular mentira retorica con el cual siempre se ha narrado el acontecer de nuestra desquiciada historia, la respuesta oficial y acomodaticia también siempre resulta afirmativa. Pero apelando a los hechos concretos y reales, esa supuesta respuesta afirmativa queda convertida en una dolorosa y casi macaba mentira.
No es necesario, porque además es casi un imposible, reconstruir todos y cada uno de los elementos que sustentan y fundamentan la ausencia de una verdadera construcción de vida democrática entre los colombianos. Pero detengámonos solo por un momento en los fenómenos más evidentes y protuberantes que nos niegan la existencia de ese probable modo de un vivir democrático.
Aceptemos que la vigencia y la defensa de los derechos humanos sea el factor esencial que define y configura el alma misma de la vida democrática y que dentro de esos derechos, por supuesto, sea el derecho a la vida el que ocupe un sagrado lugar de privilegio. ¿Se cumple, se ha cumplido la vigencia de ese derecho en la sociedad colombiana durante el oscuro y asesino tiempo en el cual nos designamos como democracia?
En los doscientos años de vida republicana una violencia avasallante y despiadada ha sido la constante histórica que de manera transversal y sin tregua ninguna ha caracterizado nuestro traumático devenir histórico. Masacres, genocidios, exterminio sucesivos de hombres y de pueblos han estado siempre presentes en cada uno de nuestros ciclos históricos.
Nuestro siglo XXI, ese siglo que muchos evocan con una nostalgia bobalicona, como como un siglo épico y heroico donde se engendró nuestra enferma república, fue un siglo donde la muerte violenta nunca se dio una pequeña tregua. Contadas las guerras civiles, tanto las nacionales como las regionales que el él se escenificó, suman 32.El país lo poblaron los cadáveres.
Nos hemos matado con un fervor implacable y despiadado, por cualquier cosa. Los motivos aparentes de aquellas guerras, mirados desde la ventana del presente, se nos antojan anodinos y ridículos; moverían a risa si no fuese tan sacrílego reírse del espectáculo ignominioso que provocan las muertes inútiles de tantos seres inocentes.
El siglo XX ni siquiera nos permitió la pausa reflexiva para poder entender que pueden significar el valor de la vida o de la muerte. Son tantos los cadáveres que produce día por día nuestra historia que ya la muerte parece ser un tema que ya no afecta los significados de la vida.
Y así hemos entrado al muy cosmopolita y urbanizado siglo XXI acompañados por la misma sinfonía macabra, por la misma marcha triunfal de nuestra infamia. Por un instante se vislumbró un efímero instante de paz para cambiar una de nuestras tantas violencias homicidas, pero las fuerzas oscuras de la muerte le han dicho no a ese momento. Y de nuevo la callada y repugnante muerte está de visita en cada pueblo, en cada espacio de esta hermosa y floreciente democracia colombiana. ¿Sera que como lo expresaba en otros tiempos el poeta Valencia, tendremos que continuar diciendo bendita sea democracia aun cuando así nos mates?
Lo inegable es que la Corona garantizó 300 años de paz, al fraccionar lo que era una potencia mundial, era lógico que surgieran cabezas de ratón, que su ocupación ya no era competir con las otras potencias sino fomentar unas rivalidades infecundas. Bien lo dice Mauricio García Villegas: La violencia colombiana, nunca ha sido aleccionadora. Al contrario, ha sido difusa, persistente, degradante, una violencia de baja intensidad, pero endémica, corrosiva e inútil, en lugar de darnos un motivo de sobreponernos, no ha envilecido.
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