MATEO MALAHORA
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Concluir una guerra no significa superar el conflicto o los
conflictos que la originaron y por eso mismo la agenda desarmada sobre la cual
se levanta el desarrollo de los acuerdos pasa esencialmente por el derecho al
duelo, la memoria y la reconciliación, como lo hicieron el Padre de la Patria y
el Pacificador.
La guerra se hospeda en los sentimientos y emociones de los
combatientes y no combatientes, destruye los lazos de la identidad social y
obra como una estrategia política no civilizada para que una sociedad resuelva
sus más agudas contradicciones.
En tiempos de la epopeya libertadora de la Nueva Granada
despojar a la comunidad ibérica de sus dominios era un intento quimérico que
llegó hasta la más elevada ignominia imperial al expresar su total desprecio
por la vida del otro, cuando el Pacificador, al negarle el indulto al payanés
Francisco José de Caldas, dijo en un octubre de 1816: “!España no necesita de sabios!”.
La esclavitud sexual, el despojo, la sumisión, el vasallaje,
el robo y el crimen eran normas legítimas para los ejércitos pacificadores y se
cumplía la política de la Corona de las matanzas indiscriminadas, sumergidas en
lo que conocemos como crímenes de lesa humanidad.
Se proscribió el sentimiento de sensibilidad para con los
heridos y prisioneros. Las matanzas y masacres, asesinatos, emboscadas, sangre
no llorada, caminos para abrir el dolor, “guerra
a muerte patriota y guerra muerte pacificadora” fueron las constantes
exterminadoras, donde el regreso a la calma solo existía en el imaginario
patriota o realista de la confrontación final. Las grandes batallas, “la madre
de todas las guerras”, constituirían el final de la guerra.
El arbitraje para dirimir, con efectos vinculantes la
demencia y el delirio guerrero, era una locura aceptarlo. Las batallas parecían
ser el principio y el final de la beligerancia. La racionalidad agonizante no
contemplaba en ningún momento la mediación para lograr la paz.
La venta de armamentos fue un negocio que alentaba la
provocación y, la contienda, alimentó la contabilidad de los mercaderes y
comerciantes.
La historia nos recuerda, no hubo proceso de paz. Un
armisticio firmado en Santa Ana, hoy Estado de Trujillo, Venezuela, para
compartir territorios, dejar en libertad a los prisioneros, salvar la vida de
patriotas y realistas, sin la parafernalia en que hoy se han movido las
conversaciones colombianas, fue la fórmula.
La violenta dinámica de las hostilidades creó derecho. No
existió la sanción moral de la Iglesia, que estaba con la Corona, sino la
degradación militar recíproca la que construyó el camino.
El llamado General de Dos Mundos y el General de América
apagaron los territorios incendiados, culminó la más sangrienta carnicería y,
la bayoneta, la pólvora y la lanza, anunciaron el fin del dominio extranjero y
el nacimiento de una nueva República.
Morillo, en principio creyó que el armisticio conduciría a
compartir la autoridad y el territorio. Sueño imposible en los planes de
Bolívar.
Hoy reconocen los pueblos hermanos, siglos después, que se
cometieron crímenes de guerra como los que se perpetraron hace de medio siglo
en Colombia, tales como el homicidio intencional, la toma de rehenes, el ataque
a pueblos que no eran objetivos militares, declarar que no se daría cuartel,
los tratos humillantes y los ataques contra sitios culturales.
En la libreta de guerra se ordenaba hacer padecer hambre a
la población, asalto a las iglesias para perseguir fugitivos, reclutamiento de
niños, desplazamiento, embarazo forzado y asesinatos, al macabro estilo de los
falsos positivos.
Aparece el Armisticio y el Tratado de la Regularización de
la Guerra en el abismo de la contienda, se aceptan las costumbres magnánimas
para hacer la guerra conforme al derecho de las naciones, recogiendo las
experiencias de las guerras religiosas y quizá contemplando la enseñanza del
guerrero de todos los tiempos, Sun Tzu, cuyo texto, ‘El Arte de la Guerra’, fue
de obligada lectura por los grandes guerreros de la historia universal.
Zonas desmilitarizadas por seis meses, reconocimiento de la
Corona y nuevos repúblicas en el nuevo mapa mundial. Los rebeldes dejaron de
ser bandidos. Batallas y no masacres, fueron el golpe final.
Se reconoce la beligerancia, nace el canje de prisioneros,
se cura a los heridos, se deja en libertad a los prisioneros, se potencia la
reconciliación y se inicia un proceso de reconstrucción moral de la región. La
guerra volvió a ser la continuación de la política.
El Derecho Internacional Humanitario había dado el paso
decisivo en América Latina y el Mundo, lo razonable era humanizar la guerra y
esperar que varias generaciones restañaran las heridas.
Dos militares masones, Bolívar y Morillo, unidos por
empáticas creencias, levantaron, sin imaginarlo, dos columnas jurídicas para
humanizar el conflicto y legarnos una experiencia insólita para terminar la
barbarie colombiana.
Hasta pronto.
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