JAIME BONILLA MEDINA
jaboneme@hot.mail.com
Nos habíamos conocido en el matadero municipal cuando su
papá lo llevaba a la venta del ganado traído de las fincas; y el mío, a la
compra y pesa de carne, para el negocio que tenía en la galería del sur.
Mientras se cumplía ese ritual vespertino; colmado de
bramidos, dinero, gritos y madrazos; los dos conversábamos sobre la vida,
esperando la hora del camello. Construíamos una amistad cada vez más bacana.
Ambos terminábamos bachillerato y ya se acercaba la navidad.
Una tarde, surgió la idea de compartir nuestros mundos, en
esta época decembrina. Ir a pasar unos días a la mansión de John, y luego él a
mi rancho fue el pacto, pese a los distanciamientos sociales que sosteníamos:
John, estrato veinte; yo de sector pobre, de “barrio caliente”. Con el consentimiento
de los cuchos, así se haría.
De inicio fui el invitado. En el día recochábamos con otros
manes de su combo a los cuales, creo, fastidiaba mi presencia. Tal vez la pinta
de sudadera, tenis y cachucha, el desconocimiento sobre autos, sardinas, música
rock o reguetón, me aislaban del grupo. En la noche, los amigotes de su padre
armaban el sambumbe: políticos, hacendados, gente de billete; unos serios,
otros fantoches en plan de solo echar los perros a las hembras buenonas.
Hablaban mierda en la sala principal hasta el amanecer, acompañados de cigarro,
risotadas, amarillo y una borrachera tenaz. Fluía una carreta extraña para mí,
como aquello de recomendaciones, puestos, avales, préstamos, torcidos,
contratos, coimas o CVY. Hubo momentos muy boleta como la alquilada de un traje
para poder participar de aquella comilona elegante, convertida en tortura por
no saber usar la variada ferretería de cubiertos. O la noche que me arrojaron
con ropa y todo a la piscina. En fin, solano, paila, aburrido, cansado de las sonrisas
postizas, del fo general y con la angustia por regresar a mi calle.
John permaneció buen tiempo conmigo, antes de viajar con la
family de vacaciones. Lo acompañé hasta la despedida en el aeropuerto, y a la
hora del abrazo, me entregó un sobre con una nota:
«Gracias viejo Richi (así me decían en la comuna) por
descubrir y compartir tanto y tan bueno. Desde la cheveridad de tu gente, la
bacanería de su hablado, hasta la confianza sincera en mi persona. Por las
agradables dormidas en hamaca. Nunca lo había hecho, como muchos de los trances
ocurridos en esa inolvidable permanencia. Por las jugarretas con “Pichurrias”,
y su movida de cola desde el primer instante que me olfateó. Por esos platos
preparados por doña Elisa, tu vieja. Creo, nunca volver a probar hojaldras,
rosquillas ni la sopa de tortilla como las de ella. Gracias por conocer más a
papá Rafico, su comprensión y la manera fresca de desamarrar la vida. A tu
parche, unos manes divertidos, ¡quién lo creyera! llenos de buena onda,
incondicionales y mamagallistas. Gracias por las novenas en la escuelita del
barrio y a la profe Carmenza, organizadora de las “Noches de Paz”, con fervor,
chirimía y sobre todo mucho amor. Al viejo “Francis”, un man leído, rescatado
del hampa y el bazuco; líder de una gallada dedicada, sanamente, al reciclaje,
consejero sabio en las tertulias nocturnas. Por el partido de fútbol solteros
contra casados, y ese inolvidable gol de palomita que marqué. Por los primeros
pasos de salsa en Marte-discoteca, “donde la baldosa se acaricia con
dulceabrigo”. Gracias por la presentación a MariaPao, la pelada colegiala,
deportista y bonita, que me dio en la nuca, y ahora me tiene encarretado.
Gracias, mi pana, por tantos ratos increíbles, por tanta felicidad. ¡Vengan
esos cinco y puño, parcero, feliz navidad y mejor 2018… a lo bien!»
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