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La preocupación nacional e internacional sobre los plásticos está en las primeras líneas de acción dentro de las estrategias para mitigar el impacto del cambio climático en Colombia y en el Mundo. Y, en este punto, el debate sobre los plásticos de un solo uso no solo es de la mayor trascendencia, sino que, además, debe llamarnos la atención sobre un problema de conciencia ambiental que necesitamos desarrollar como sociedad en aras de salvaguardar nuestro hogar común. En el fondo, la discusión no es si debemos, o no, satanizar el plástico, sino de tomar conciencia sobre el uso que estamos dándole, entender la economía que se sustenta en él e, igualmente, su relación con el cambio climático.
A nivel internacional, los Objetivos de Desarrollo Sostenible 6, 8, 9, 11, 12 y 14 del programa de Naciones Unidas para el Desarrollo están encaminados a conminar a los Estados para que incluyan dentro de sus agendas legislativas asuntos relacionados o asociados a la promoción del consumo eficiente. Por su parte, la WWF ha señalado que, desde el 2000 a 2016, se han producido más plásticos que en los cien años anteriores. Por su parte, Greenpeace nos llama la atención señalando que, cada segundo, acaban en el medio marino 200 kilos de plástico y, cada año, 200 millones de toneladas de residuos plásticos acaban desechados en espacios terrestres y marinos.
Esta realidad mundial, de proporciones difícilmente imaginables, nos han llevado, como Estado, a comprometernos en este propósito. Sin embargo, la pregunta que deberíamos hacernos es ¿Cuánto de ese compromiso institucional se traduce en una conciencia colectiva sobre la problemática ambiental?
Tenemos un reto gran reto pedagógico sobre este particular.
Una de las consecuencias más claras de este propósito nacional e internacional lo hemos visto reflejado en las bolsas plásticas que, con muchísima frecuencia, se utilizaban, sin costo, en los supermercados. Hoy en día, la apuesta es reducir el uso de este elemento de un solo uso bajo la lógica de desestimularlo mediante el cobro. Una aproximación que algunos consideramos equivocada porque alimenta la idea de que resulta legítimo contaminar, siempre y cuando se pueda pagar por ello.
En línea de esta discusión, en el país hemos tenido diferentes iniciativas que han suscitado importantísimos debates sobre la materia: (i) El proyecto de ley 105 de 2017 (prohíbe el icopor en servicios alimentarios); (ii) El proyecto de ley 175 de 2018 (Prohibición de fabricación, importación, venta y distribución de plásticos de un solo uso); El proyecto de ley 123 de 2018 (Regulación sobre la fabricación, comercialización y distribución de plásticos de un solo uso) y (iv) El proyecto de ley 80 de 2019 (Se establecen medidas para la reducción de la producción y el consumo de plásticos de un solo uso).
Hoy en día, la discusión sigue vigente y marcando la agenda nacional. Este no puede quedar reducida al valioso debate de si se expide, o no, una prohibición sobre los plásticos de un solo uso. Debe ser una apuesta ambiciosa e integral del Estado para promover un proceso pedagógico que nos lleve a tomar conciencia del impacto del plástico en nuestra salud y como elemento del cambio climático. En ese proceso, debemos llegar a reducir el uso de los plásticos de un solo uso para limitarlo a esos entornos en donde no existan alternativas o sustitutos, es nuestro deber con las futuras generaciones entregar un planeta habitable. Y, de paso, hacer realidad esa idea de que contamos con una constitución ambiental.
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