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Regreso a mi querido
rincón en este periódico, después de un corto período vacacional, para expresar
mi opinión sobre la absurda posición gubernamental de acorralar a la plataforma
de servicios UBER, para forzarla a la decisión de retirarse de Colombia. Incomprensible
que un país del tercer mundo, con ínfulas desarrollistas, y con deseos de abrir
la puerta a la modernidad, esté sacando por la puerta de atrás a este servicio
que se ha posicionado en muchísimos otros países del mundo, acomodándose a sus
particularidades, claro está, y cuyo exitoso funcionamiento se da por la
efectiva y ágil combinación del servicio de transporte público con la, hoy
imprescindible, telefonía celular…
Es obvio que
quienes interpusieron las demandas son los taxistas que desde hace años vieron
amenazado su mercado cautivo y se lanzaron contra este modelo de sana
competencia, con una agresividad incontrolada que los llevó hasta los ataques
violentos a los vehículos afiliados a Uber, a sus conductores y hasta a los pasajeros
de esta. Igual que en las famosas “marchas pacíficas” de finales del año
pasado, un gran número de taxistas profesionales decentes guardaron su
compostura y rechazaron la violencia, pero la fuerza no les alcanzó para
impedir los hechos vandálicos que sus colegas resentidos y desadaptados
sociales realizaron, dando rienda suelta a sus odios. A decir verdad, tampoco
les sirvió el asunto para concientizarse y buscar las innumerables formas posibles
de corregir sus errores en aspectos tan elementales como rechazar a su antojo el
servicio solicitado, simplemente por que ya se acerca la hora de entregar o
guardar el carro o por cualquier otra caprichosa causa muy inferior a su deber y
a la necesidad urgente -y a veces angustia- con que se solicita el servicio.
Imposible omitir también el pésimo estado físico de muchos de los vehículos
amarillos, o la actitud grosera y antipática de sus conductores. Justamente,
siempre se ha pensado que estas causas se repiten en el sistema de transporte
colectivo (buses y busetas) y dieron origen a otro dolor de cabeza del
transporte formal, como el mototaxismo. Tampoco olvidemos los abusos con el
precio de la carrera o el tiempo infinito que hay que esperar la llegada del
vehículo, cuando se solicita telefónicamente, a una central de servicios.
La actuación de
la Superintendencia de Industria y Comercio, al promover y conducir a la salida
de Uber del país, no deja de ser cuestionable por muchas razones como promover
el monopolio en la atención de una necesidad pública; entorpecer los loables propósitos
que busca la “economía naranja”, profusamente promocionada por el actual
gobierno; e inclusive, de otras secciones gubernamentales, situándose muy cerca
de la ilegalidad, al recaudar de manera cuestionable el IVA que ha pagado en su
oportunidad la plataforma maltratada y tildada de ilegal. No puede el
Superintendente hacer mandados y menos paliar coyunturas políticas como un
paro. Así lo hizo el anterior, cuando ordenó liquidar un contrato (que es una
decisión definitiva) con una medida cautelar. Debería leer la jurisprudencia
americana, que dijo: “En vez de taxis, podríamos tener caballos y carretas; en
vez de teléfonos, telégrafos; en vez de computadores, regla de cálculo. La
obsolescencia sería el derecho.”
Tampoco podemos
exonerar de culpa, en este caso, a los órganos legislativos cuya reconocida y
perezosa inoperancia, a pesar de conocer la necesidad urgente de reglamentar
esta actividad para evitar que se presentara la crisis, solo ahora se llaman a
ocuparse del tema, luego de permitirle recorrer el camino desde octubre de
2013, cuando llegó Uber a Colombia.
Así es de
contradictoria la administración pública del país: Por un lado, pretende
promocionar la inversión internacional, la libre competencia, la oferta de
trabajo. Pero, por otro, ataca propósitos como este, apoyándose en argumentos
muy frágiles que generan demandas que se tornan gigantescas y que, tarde o
temprano, le toca asumir al fisco nacional.
Por lo pronto, y mientras llegan los pleitos, o eventualmente una solución tardía al impase, nos queda el mal sabor de la imprevisión gubernamental que trae una decisión que, como dice la revista Semana, es buena para los taxistas, regular para la economía, mala para el gobierno y pésima para los usuarios.
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